No hace más de mes y medio vimos como en los Estados Unidos los lobbies internacionales iniciaron una serie de protestas y actos vandálicos tomando como excusa la muerte de George Lloyd Floyd a manos de la policía; un delincuente con varios antecedentes de robo y asalto con violencia, quien al ser sometido sufrió un paro cardiaco a consecuencia de las drogas que había ingerido.
Los manifestantes, financiados, se desplazaron durante un mes a lo largo de la Unión Americana para cometer no solo una serie de asaltos a negocios—amparados en el colectivo Black lives matter—sino actos de destrucción contra monumentos públicos entre los que destacaron las estatuas de Cristóbal Colón, de la Reina Isabel la Católica, de Miguel de Cervantes, del conquistador Juan de Oñate y del santo y civilizador franciscano fray Junípero Serra.
Irónicamente, las imágenes alrededor del mundo mostraban estos y otros monumentos decapitados, mutilados o derrumbados por la muchedumbre en tanto las estatuas de los principales esclavistas y presidentes dueños de esclavos se mantuvieron en pie en tanto las de Isabel la Católica—quien con sus primeras leyes no solo ordenó que los indígenas fueran respetados en su persona y dignidad sino que hubieran matrimonios entre españoles e indígenas casi 5 siglos antes que en los Estados Unidos se permitieran los matrimonios interraciales—y las del autor del Quijote, habiendo sido Cervantes esclavo de los tucos, fueron retiradas del Capitolio y de algunas plazas cívicas estatales bajo el pretexto de ser consideradas “racistas”.
En México, donde no hay iniciativa propia para lo bueno y solo se copia lo malo de otros países, lo anterior ya hizo eco en algunos gobiernistas quienes pidieron quitar la célebre estatua de Colón, ubicada en el Paseo de la Reforma en la capital, por considerarla “racista”. Siendo los monumentos los sacramentos públicos de nuestra memoria histórica, el pretender copiar actitudes totalitarias y vandálicas de otro país (desde el analfabetismo propio de un falso indigenismo impuesto desde el Cardenismo más rancio) en nada abona a la valoración integral de nuestro pasado, así como tampoco contribuye en absoluto a que nuestro país se eleve por encima de sus males presentes que, más que por la pandemia actual, obedecen a políticas mezquinas y absurdas como las que proponen esto; como si de progreso o justicia se tratara
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