Es, ciertamente, la encarnación del estadounidense modelo. Es blanco, ojiverde, alto, criado en una familia protestante y es un exitoso self made man.
Clint Eastwood no sólo logró consolidarse como una estrella en el complejo y altamente competido ecosistema de Hollywood sino también convertirse en uno de los directores de cine más personales, poderosos y eficientes de las décadas recientes.
Además, a sus 90 años, es tan longevo y cosechó logros tan disímiles a lo largo de su extraordinaria carrera que el Premio Irving G. Thalberg en reconocimiento a la trayectoria de figuras señeras de la industria le fue entregado hace ya un cuarto de siglo.
Preserva siempre, a pesar de los años acumulados, unas mejillas sonrosadas y trazado por arrugas bien definidas.
Además, del cabello gris y la postura un poco encorvada que le resta algunos centímetros a su metro con 93 de estatura, conserva una sonrisa.
Y cómo no hacerlo si este largo trecho de vida profesional lo catapultó como una de las leyendas vivas de la cinematografía mundial.
Lo anterior muy a pesar de sí mismo y de su proverbial humildad, de su espíritu de trabajo constante que huye del glamour y de los favores de la fama, que prefiere la soledad del piano.